Tadanori Yamaguchi (n. Nagoya, Japón, 1970) se formó en la Universidad de Arte de Kyoto, iniciándose como pintor, próximo a un neoexpresionismo abstracto con un fuerte componente cultural japonés, pero pronto derivó hacia la escultura, a la talla en piedra con el maestro Nakayama, que pronto se manifestaría en el potente cubo de granito con un delicado tratamiento de la cara superior que pudo contemplarse en el Artist’s Camp en Kasama (1995) o en los fragmentos semienterrados de las ruinas del templo de Minume en Kobe (1996), homenaje al entonces reciente terremoto. Un primer minimalismo y una instalación artística, la voluntad de intervenir en el espacio que le orientaban hacia el diálogo con la arquitectura.
Con motivo de un seminario taller sobre intervenciones contemporáneas en el patrimonio arquitectónico que impartí en la Universidad de Kyoto, le invité a colaborar en un trabajo pluridisciplinar que dio lugar a un encuentro con artistas y arquitectos japoneses de otras generaciones y a una gran amistad que produjo una estancia en España, becado por la Escuela de Arte de Oviedo. Su encuentro con España, un país que, al contrario de Japón, tiene una larga tradición de escultura en piedra, fue decisivo y, con naturalidad, decidió quedarse aquí. Su obra podía considerarse “exótica” en un primer momento, aquellas instalaciones que sugerían los jardines zen de arena y rocas, el diálogo con los árboles del parque de San Antonio en Candás o su primera exposición en el Museo de Escultura, también en Candás (1999).
La piedra supone voluntad permanencia, pero el pensamiento japonés se centra en lo efímero. Puede parecer una contradicción pero, ya asentado en España, Tadanori supo adaptar la liviandad del papel o lo efímero de una llama a un contexto muy alejado de ese sentimiento. El resultado es un diálogo fecundo y una simbiosis perfecta entre ambos. Y sus recursos expresivos se adaptan a las circunstancias, ya no sólo lo efímero o lo permanente sino el diseño útil (lámparas) a la escultura sobre soporte para llegar a la instalación y la apropiación de un espacio.
Y siempre aparece otro material, intangible: la luz. La luz que emiten sus piezas, la luz que reflejan, la luz que ocultan. El blanco, lo translúcido, el negro.
Este es el sentido de sus dos exposiciones individuales en el Museo Barjola de Gijón (1999 y 2007), instalaciones centradas en el tiempo reducido a un instante o en la colmatación de un espacio, emocionantes revulsivos para un público al que se obligaba amablemente a alejarse de prejuicios culturales y adentrarse en nuevas sensaciones. Y la importancia del proceso casi relega el producto final a un aspecto secundario. Es un retorno a sus orígenes, un cubo deconstruido para ser reconstruido y que el tiempo continúe su creación, el hielo que revienta las juntas de la piedra o la capa de musgo que ha de aparecer aparece en la instalación permanente de Candás.
El sentido de la fugacidad del tiempo y de lo efímero centraron también su “Existencia sin forma” en el Centro de Municipal de Arte y Exposiciones de Avilés, Asturias (2006). Pero Tadanori siempre deja constancia del proceso, casi más importante que el resultado final. Esto es dô, el sufijo que en japonés expresa el concepto de “camino-hacia” un lugar que siempre será inalcanzable.